HISTORIAS DE PÁJAROS
A Mary
y Annie.
Nunca he tenido mascotas pero esto no evitó que mi
vida estuviera marcada por algún animal, si pienso en cuál es esa especie que
ha marcado mi vida sin dudarlo me remito a los pájaros. No únicamente porque
los encuentre bellos o anhele la libertad que sus alas les brindan, creo que aún
obviando estas consideraciones y por razones más bien trágicas se encuentran vinculados a mí.
La primera experiencia que recuerdo con un pájaro,
sucedió en la terraza de mi casa. Mi mamá contaba con un lindo jardín, lugar
escogido muchas veces por los copetones para anidar. No sé bien qué edad tenía
cuando mi mamá consideró importante hacerme saber que había una familia de
copetones de visita y me alzó en brazos para que yo pudiera ver su nido entre
los helechos. Mamá y yo parecíamos complacidas de esta pequeña visita, era un
honor que entre todas las terrazas ellos confiaran en la nuestra para empollar
sus huevos. Mamá fue transmitiéndome las
novedades de nuestros visitantes: que tienen dos huevitos y me alzaba para ver
los huevitos azules; que ya salieron del cascaron, que les están enseñando a volar.
Pero un día mamá vino muy triste a
decirme que un polluelo había caído a la alberca de la casa, ¿Pero cómo?
inmediatamente fui a ver el cuerpo flotante del pequeño copetón. Lo sacamos de las gélidas aguas de la alberca
y lo pusimos encima de unas hojitas en el piso del patio, quizás con la
esperanza de que el calor de unos cuantos rayos de sol lo devolvieran a la
vida, o quizás para que los padres dejaran de trinar llamando a su hijo. De
manera un poco asombrosa los copetones se acercaron al cuerpo sin vida como sin
creer lo que había sucedido y picotearon su cuerpo en busca de respuesta, los trinos siguieron de uno y otro lado, cómo
culpándose de lo sucedido, hasta que finalmente partieron en señal de
resignación. Yo miré un poco con rencor a mi mamá, como reprochándole el que no
tomara precauciones para que no sucediera la tragedia. Luego de esto mamá
empezó a tapar la alberca con una lamina cuadrada, cuando le preguntaban por
qué lo hacía argumentaba que para evitar que el agua se contaminara, pero yo
sabía que se trataba de los polluelos.
Pero la alberca no era el único lugar de entrenamiento
de los polluelos, en varias oportunidades estos caían a un solar en el primer
piso y, aunque luego no podían salir porque aún no habían aprendido a volar,
asombrosamente caían de una manera que los dejaba intactos a pesar de los dos pisos de altura, nos percatábamos de lo sucedido cuando padres y polluelos
trinaban de manera un tanto angustiosa. En estas ocasiones yo me ponía mis guantes de lana, los mismos
que utilizaba para asistir a la escuela en las frías mañanas y los agarraba suavemente, a veces tenía que
corretearlos un poco, pero acorralados en las esquinas del solar los polluelos
no tenían escape, luego los devolvía a la terraza para que los padres se
ocuparan y de manera instintiva les acariciaba la cabecita como recordándoles
lo afortunados que eran de contar con nosotras.
El tiempo pasaba y seguíamos recibiendo la visita de
otras familias de copetones, yo ya no necesitaba que me cargaran para verlos,
ahora movía una silla y me paraba en puntas para ver el nido. Cierto día tuve
noticia por mamá de una nueva familia, quería estar al corriente personalmente de cualquier suceso. Vi que
habían tres lindos huevos azules y luego me preocupé de que los copetones
hubiesen olvidado donde habían dejado sus huevos, entre todas las plantas del
jardín ellos daban y daban vueltas sin aterrizar en el nido, me preocupaba por quién entonces
empollaría estos huevos. Mi angustia crecía y le expresé mi preocupación mamá,
pero ella parecía segura de que los copetones encontrarían su nido, yo no
lograba esa misma tranquilidad, entonces tuve una idea, tal vez podría ayudarles
a encontrar el nido y no sé de donde concluí que los pájaros comían boronas de
pan, supongo que de algún cuento infantil, entonces robé un pan de la alacena
de mi casa y fui colocando caminos de boronas que llevaban al nido, orgullosa
de mi idea bajé de la terraza para que los copetones no se sintieran
intimidados de acercarse a las boronas. Como a los dos días mi mamá me llamó
furiosa a la terraza, y me dijo que por mi culpa los copetones habían
abandonado sus huevos. Sucede que las aves son muy celosas de sus nidos y
detectan cuando estos han sido visitados por extraños, obviamente mis boronas
los habían puesto al tanto de mi visita. Angustiada le pregunté a mamá qué
haríamos y ella respondió que no había
nada que hacer, y botó los tres huevitos a la caneca, yo lloré desconsolada
toda esa tarde.
Cuando fui más grande y comenzamos, con mi amiga
Mariela, a ir solas al colegio, nos dábamos encuentro siempre en una esquina y
de allí caminábamos por unas siete cuadras hasta llegar al colegio, estas fueron, ahora que recuerdo, las mejores
conversaciones que he tenido. Mi amiga siempre fue muy callada por lo que yo
era la que siempre inicia y posiblemente hablaba durante todo el recorrido,
cada mañana me prometía que esta vez no iniciaría yo la conversación, entonces
las primeras cuadras podían pasar con un silencio incómodo que mi amiga nunca
rompía aunque su tristeza parecía acrecentarse con las cuadras caminadas, por
eso finalmente más cerca o más lejos del colegio yo iniciaba la conversación y
cuando pisábamos el colegio la tristeza había desaparecido. Recuerdo también
que nuestro caminar era lento durante nuestras charlas (o durante mis monólogos), y que una cuadra antes
si veíamos gente correr era señal inequívoca de que íbamos de nuevo tarde, por
lo que nos apurábamos tratando de recuperar algo del tiempo perdido en nuestra
charla, no imagino sobre qué habrían podido consistir nuestras conversaciones
cada mañana, supongo que cosas del colegio, pero tengo viva esa frustración de
cada mañana por que mi amiga no fuera quien iniciara la conversación. Todo esto
para explicar lo que sucedió cierto día: mi amiga desde muy pequeña ama a los animales,
a diferencia mía, ella siempre contó con mascotas, algunas incluso exóticas,
así, por ejemplo, en el pequeño pisito donde vivía con su mamá se encontraba
una jaula con loros, guacamayas y canarios, la mayoría de los cuales incluso
andaban sueltos por la casa, de manera que parecía que la casa fuera de ellos,
yo nunca le oculté mis reservas frente a ese tipo de convivencia, mi casa era
como cuatro veces más grande que la suya y nunca habría pensado en tener un
animal del tamaño de su guacamaya. Ella me daba la razón y decía que eran cosas
de su mamá que estaba un tanto loca. También me contaba las aventuras que
tenían sus pájaros, las depresiones en que entraban cuando llegaba un nuevo
integrante que robaba la atención de la hembra, cómo también el nuevo galán
había logrado escaparse y ahora la damisela no cantaba, el pájaro que quería siempre
estar jugando con el otro hasta que el otro tenía que actuar violentamente para
quitárselo de encima, el que tenía gustos refinados y sólo recibía pan con
chocolate, los que incluso padecían problemas siquiátricos y por ejemplo movían
la cabeza con un tic, o enloquecían con
un sonido especial como si esto les recordara un pasado de sufrimientos.
Recuerdo también como yo evitaba un poco la visita a su casa, por lo incómodo
que me resultaba todo ese ruido, el miedo que me producían las cicatrices que
los pájaros le provocaban a mi amiga, lo apenada que se ponía ella cuando no
podíamos escucharnos entre nosotras porque un pájaro estaba bastante
parlanchín. Nunca comprendí los sacrificios a los que mi amiga se sometía por
estos pájaros. Pero más allá de las
propias historias que sólo mi amiga podrá contarles sobre sus pájaros, se
encuentra una que vivimos en una de esas
caminatas hacia el colegio.
Se trataba de una mañana particularmente fría y mientras
dejábamos atrás todas las tiendas aún cerradas por la temprana hora, observamos
que en una ventana había un pequeño pájaro, posiblemente de una especie rara de
pájaro que por el tiempo no puedo recordar. El pájaro estaba vivo pero no se movía
de su ese lugar, el animalito llamó nuestra atención por algunos minutos cuando
yo le hice notar a mi amiga que debíamos seguir nuestro camino o llegaríamos de
nuevo tarde, mi amiga me lanzó una mirada de suplica que expresaba su imposibilidad
de dejar el pájaro allí en aquella fría mañana, yo traté de persuadirla pero
ella es del tipo de persona que parece pedirle tan poco a la vida, que cuando
incluso con un gesto muestra alguna solicitud es imposible decirle que no.
Entonces desocupé mi lonchera de tela y pusimos allí el pajarito, la cara de mi
amiga se transformó y pareció la persona más feliz de la tierra en esa mañana.
En lo que quedaba del trayecto fuimos haciendo conjeturas sobre cómo podríamos
alimentarlo, si le gustaría más el ponqué Gala sabor a coco, o las galletas Ducales
en trocitos que mi amiga llevaba de onces.
Llegamos al colegio y yo cargaba mi lonchera con
especial cuidado, entramos al salón y nos miramos de manera cómplice, abrimos
un poco la cremallera no fuera que nuestro pájaro se asfixiara, y mi amiga puso
la lonchera en sus piernas guardando del agujero. Aquel día teníamos clase de Geografía a la primera hora,
la maestra era una señora gorda que parecía más una ama de casa, apenas llegó,
lo primero que hicimos fue rezar, estábamos por terminar cuando el pájaro quizás martirizado
por nuestra oración, o cansado ya del rojo de mi lonchera aprovechó un descuido
de mi amiga y salió a volar por el salón, inmediatamente mis compañeras
empezaron a gritar, el pájaro se escondió tras un pupitre ubicado en una
esquina y la dueña del pupitre saltó encima
de la silla, luego el pájaro encontró
una ventana abierta que daba a un pasillo y por allí se dio a la huida. La
pregunta inmediata de la profesora fue: “¿De quién es el pájaro?” Mariela y yo
nos miramos y de manera sincronizada alzamos nuestras manos. La orden de la maestra
fue capturarlo antes que algo más pasara en el corredor y buscar al gendarme
para que nos diera una caja donde ponerlo.
Ya en el corredor mi amiga sacó toda su experticia en
atrapar los pájaros de su casa y de manera rápida e indolora el pájaro regresó
a nuestras manos. Fuimos a buscar al gendarme que era un viejo amigo mío, Don Juan
de Dios, que además de ayudarle a las
monjas en reparaciones locativas, conducía la ruta del colegio de la que había
hecho parte antes de que pudiera convencer a mis papás de que me dejaran ir con
Mariela; por mucho tiempo me había sentado en la silla de al lado del conductor
por ser una de las antiguas de la ruta e incluso Don Juan de Dios me soltaba de
vez en cuando la cabrilla del carro argumentando que en cualquier momento podía
darle un infarto y yo debía asumir el control de la ruta, así que con todo el
gusto nos obsequió una linda cajita y
le abrió algunos huequitos para la
ventilación. Volvimos con nuestra caja al salón, y en el intermedio de las clases contamos a las interesadas nuestra
aventura. La profesora resultó una coleccionista de pájaros y nos dijo que si
no sabíamos qué hacer con él, ella podría ocuparse. En el descanso pusimos
ponqué, galletas, y cuanta golosina supusiéramos del agrado de los pájaros,
para que nuestro fugitivo expresara su preferencia, sin embargo no parecía
apetecerle. Mariela y yo nos miramos con cara de preocupación, y concluimos que quizás porque no se trataba de un ave domesticada el
pájaro no estaba familiarizado como lo estaban los pájaros de la casa de
Mariela con estos productos, entonces debíamos proveerlo con lo que come un
pájaro en su habitad natural, hicimos un intento por localizar a la profesora
de biología para recibir algunos consejos, con tan mala suerte que los jueves
eran su día libre. Sacrificando nuestro descanso nos dimos a la búsqueda de una
amplia variedad de bichos, marranos, lombrices, moscas, hormigas, etc., que
nuestro fugitivo pareció devorar o que se habrían escapado por los huecos de
ventilación, solo quedaron los marranitos que al parece no son muy apetitosos
para los pájaros.
Luego del descanso la profesora de geografía nos
buscó para hacernos una propuesta: el fin de semana pasado se había jugado un
bingo en el colegio y habían sobrado cartones, entonces se revendieron con
vistas a jugar un pequeño bingo entre las alumnas esa tarde, la profesora nos
ofreció a cada una dos tableros del bingo que se jugaría esa tarde a cambio del
pajarito, Mariela y yo lo discutimos y no nos pareció justo con quien ahora parecía nuestro amigo.
El bingo se jugó esa tarde pero en ningún momento nos cuestionamos si aquellos
tableros ofrecidos serían los ganadores.
A la salida del colegio, debíamos solucionar qué
haríamos con el pájaro, le sugerí a Mariela que lo llevara a su casa, en la mía
no me permitían tener mascotas mientras que ella incluso ya contaba con otros
pájaros y me comprometí firmemente en llegar más tarde a su casa para que
juntas encontráramos una solución. Me cambié y le di no se cuál excusa a mi
mamá para ir a la casa de mi amiga, cuando llegué mi amiga me señaló que el
pájaro estaba en su pieza bajo puerta cerrada, discutimos por varias horas una
solución y finalmente yo señalé que si yo fuera pájaro me gustaría ser libre, y
desde esa perspectiva lo mejor era darle libertad. Mariela no pareció muy
segura, pero como en todos nuestros proyectos, ella nunca sentaba su posición.
Así que ya entrada la tarde subimos a su patio y allí Mariela dejó en libertad
a nuestro amigo, le deseamos la mejor de las suertes y yo me devolví a mi casa
orgullosa de mi noble razonar, y olvidé por completo al pájaro.
Al día siguiente Mariela me hizo percatar de que la
noche anterior había llovido de manera inclemente y que lo más posible era que
nuestro amigo no hubiese sobrevivido, pero aún así no noté en sus palabras
ningún dejo de reproche era como si incluso el probable desenlace, ratificara
la corrección de la decisión.
Con el tiempo dejé de interesarme por los copetones,
prácticamente no volví a subir a la terraza, y mi mamá debió notar este desinterés
porque tampoco volvió a comunicarme novedades al respecto. Los años pasaron y
no recuerdo cuando fue que tomé conciencia de que fatalmente yo estaba
destinada a percatarme de los cuerpos sin vida de los pájaros que se encontraran
a un kilómetro a la redonda de mi camino. Todos en alguna ocasión hemos
tropezado con el cuerpo sin vida de un pájaro, pero en mi caso esos encuentros
se dan de manera tan constante que resulta imposible que me encuentre yo cerca
de uno sin que pase desapercibido, no recuerdo cuando fue que adquirí
consciencia de esta fatalidad, pero desde aquel momento cada encuentro además
del impacto que produce la percepción de la muerte, es la recordación de una tragedia en mi
vida, si tuviera que señalar un rasgo que me identifique sería este: soy una
persona destinada a cruzarse con pájaros muertos. Pueda ser que se trate de un
cuerpo que las llantas de los carros han vuelto imperceptible, no importa su
tamaño, basta un rápido vistazo para que mi mirada lo identifique, y esto es
así aun cuando mi miopía no me permite reconocer con facilidad rostros por la
calle. En ocasiones es otra persona la
que me hace adquirir consciencia del mismo, lo que para ella es un triste
descubrimiento, para mí es un evento más que se repite y mi tragedia propia se
antepone a la del tristeza por el
destino del pájaro, como si la muerte
fuera algo más llevadero frente a una vida llena de encuentros con pájaros muertos.
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