viernes, 8 de enero de 2021

 

HISTORIAS DE PÁJAROS

A Mary y Annie.

 


Nunca he tenido mascotas pero esto no evitó que mi vida estuviera marcada por algún animal, si pienso en cuál es esa especie que ha marcado mi vida sin dudarlo me remito a los pájaros. No únicamente porque los encuentre bellos o anhele la libertad que sus alas les brindan, creo que aún obviando estas consideraciones y por razones más bien trágicas se encuentran  vinculados a mí.

 

La primera experiencia que recuerdo con un pájaro, sucedió en la terraza de mi casa. Mi mamá contaba con un lindo jardín, lugar escogido muchas veces por los copetones para anidar. No sé bien qué edad tenía cuando mi mamá consideró importante hacerme saber que había una familia de copetones de visita y me alzó en brazos para que yo pudiera ver su nido entre los helechos. Mamá y yo parecíamos complacidas de esta pequeña visita, era un honor que entre todas las terrazas ellos confiaran en la nuestra para empollar sus huevos. Mamá fue  transmitiéndome las novedades de nuestros visitantes: que tienen dos huevitos y me alzaba para ver los huevitos azules; que ya salieron del cascaron, que les están enseñando a volar. Pero un día  mamá vino muy triste a decirme que un polluelo había caído a la alberca de la casa, ¿Pero cómo? inmediatamente fui a ver el cuerpo flotante del pequeño copetón.  Lo sacamos de las gélidas aguas de la alberca y lo pusimos encima de unas hojitas en el piso del patio, quizás con la esperanza de que el calor de unos cuantos rayos de sol lo devolvieran a la vida, o quizás para que los padres dejaran de trinar llamando a su hijo. De manera un poco asombrosa los copetones se acercaron al cuerpo sin vida como sin creer lo que había sucedido y picotearon su cuerpo en busca de respuesta,  los trinos siguieron de uno y otro lado, cómo culpándose de lo sucedido, hasta que finalmente partieron en señal de resignación. Yo miré un poco con rencor a mi mamá, como reprochándole el que no tomara precauciones para que no sucediera la tragedia. Luego de esto mamá empezó a tapar la alberca con una lamina cuadrada, cuando le preguntaban por qué lo hacía argumentaba que para evitar que el agua se contaminara, pero yo sabía que se trataba de los polluelos.

 

Pero la alberca no era el único lugar de entrenamiento de los polluelos, en varias oportunidades estos caían a un solar en el primer piso y, aunque luego no podían salir porque aún no habían aprendido a volar, asombrosamente caían de una manera que los dejaba intactos a pesar de los dos pisos de altura, nos percatábamos de lo sucedido cuando padres y polluelos trinaban de manera un tanto angustiosa. En estas ocasiones  yo me ponía mis guantes de lana, los mismos que utilizaba para asistir a la escuela en las frías mañanas  y los agarraba suavemente, a veces tenía que corretearlos un poco, pero acorralados en las esquinas del solar los polluelos no tenían escape, luego los devolvía a la terraza para que los padres se ocuparan y de manera instintiva les acariciaba la cabecita como recordándoles lo afortunados que eran de contar con nosotras.

 

El tiempo pasaba y seguíamos recibiendo la visita de otras familias de copetones, yo ya no necesitaba que me cargaran para verlos, ahora movía una silla y me paraba en puntas para ver el nido. Cierto día tuve noticia por mamá de una nueva familia,  quería estar al corriente  personalmente de cualquier suceso. Vi que habían tres lindos huevos azules y luego me preocupé de que los copetones hubiesen olvidado donde habían dejado sus huevos, entre todas las plantas del jardín ellos daban y daban vueltas sin aterrizar  en el nido, me preocupaba por quién entonces empollaría estos huevos. Mi angustia crecía y le expresé mi preocupación mamá, pero ella parecía segura de que los copetones encontrarían su nido, yo no lograba esa misma tranquilidad, entonces tuve una idea, tal vez podría ayudarles a encontrar el nido y no sé de donde concluí que los pájaros comían boronas de pan, supongo que de algún cuento infantil, entonces robé un pan de la alacena de mi casa y fui colocando caminos de boronas que llevaban al nido, orgullosa de mi idea bajé de la terraza para que los copetones no se sintieran intimidados de acercarse a las boronas. Como a los dos días mi mamá me llamó furiosa a la terraza, y me dijo que por mi culpa los copetones habían abandonado sus huevos. Sucede que las aves son muy celosas de sus nidos y detectan cuando estos han sido visitados por extraños, obviamente mis boronas los habían puesto al tanto de mi visita. Angustiada le pregunté a mamá qué haríamos  y ella respondió que no había nada que hacer, y botó los tres huevitos a la caneca, yo lloré desconsolada toda esa tarde.

 

Cuando fui más grande y comenzamos, con mi amiga Mariela, a ir solas al colegio, nos dábamos encuentro siempre en una esquina y de allí caminábamos por unas siete cuadras hasta llegar al colegio,  estas fueron, ahora que recuerdo, las mejores conversaciones que he tenido. Mi amiga siempre fue muy callada por lo que yo era la que siempre inicia y posiblemente hablaba durante todo el recorrido, cada mañana me prometía que esta vez no iniciaría yo la conversación, entonces las primeras cuadras podían pasar con un silencio incómodo que mi amiga nunca rompía aunque su tristeza parecía acrecentarse con las cuadras caminadas, por eso finalmente más cerca o más lejos del colegio yo iniciaba la conversación y cuando pisábamos el colegio la tristeza había desaparecido. Recuerdo también que nuestro caminar era lento durante nuestras charlas (o  durante mis monólogos), y que una cuadra antes si veíamos gente correr era señal inequívoca de que íbamos de nuevo tarde, por lo que nos apurábamos tratando de recuperar algo del tiempo perdido en nuestra charla, no imagino sobre qué habrían podido consistir nuestras conversaciones cada mañana, supongo que cosas del colegio, pero tengo viva esa frustración de cada mañana por que mi amiga no fuera quien iniciara la conversación. Todo esto para explicar lo que sucedió cierto día:  mi amiga desde muy pequeña ama a los animales, a diferencia mía, ella siempre contó con mascotas, algunas incluso exóticas, así, por ejemplo, en el pequeño pisito donde vivía con su mamá se encontraba una jaula con loros, guacamayas y canarios, la mayoría de los cuales incluso andaban sueltos por la casa, de manera que parecía que la casa fuera de ellos, yo nunca le oculté mis reservas frente a ese tipo de convivencia, mi casa era como cuatro veces más grande que la suya y nunca habría pensado en tener un animal del tamaño de su guacamaya. Ella me daba la razón y decía que eran cosas de su mamá que estaba un tanto loca. También me contaba las aventuras que tenían sus pájaros, las depresiones en que entraban cuando llegaba un nuevo integrante que robaba la atención de la hembra, cómo también el nuevo galán había logrado escaparse y ahora la damisela no cantaba, el pájaro que quería siempre estar jugando con el otro hasta que el otro tenía que actuar violentamente para quitárselo de encima, el que tenía gustos refinados y sólo recibía pan con chocolate, los que incluso padecían problemas siquiátricos y por ejemplo movían la cabeza  con un tic, o enloquecían con un sonido especial como si esto les recordara un pasado de sufrimientos. Recuerdo también como yo evitaba un poco la visita a su casa, por lo incómodo que me resultaba todo ese ruido, el miedo que me producían las cicatrices que los pájaros le provocaban a mi amiga, lo apenada que se ponía ella cuando no podíamos escucharnos entre nosotras porque un pájaro estaba bastante parlanchín. Nunca comprendí los sacrificios a los que mi amiga se sometía por estos pájaros.  Pero más allá de las propias historias que sólo mi amiga podrá contarles sobre sus pájaros, se encuentra una que vivimos en una  de esas caminatas hacia el colegio.

 

Se trataba de una mañana particularmente fría y mientras dejábamos atrás todas las tiendas aún cerradas por la temprana hora, observamos que en una ventana había un pequeño pájaro, posiblemente de una especie rara de pájaro que por el tiempo no puedo recordar. El pájaro estaba vivo pero no se movía de su ese lugar, el animalito llamó nuestra atención por algunos minutos cuando yo le hice notar a mi amiga que debíamos seguir nuestro camino o llegaríamos de nuevo tarde, mi amiga me lanzó una  mirada de suplica que expresaba su imposibilidad de dejar el pájaro allí en aquella fría mañana, yo traté de persuadirla pero ella es del tipo de persona que parece pedirle tan poco a la vida, que cuando incluso con un gesto muestra alguna solicitud es imposible decirle que no. Entonces desocupé mi lonchera de tela y pusimos allí el pajarito, la cara de mi amiga se transformó y pareció la persona más feliz de la tierra en esa mañana. En lo que quedaba del trayecto fuimos haciendo conjeturas sobre cómo podríamos alimentarlo, si le gustaría más el ponqué Gala sabor a coco, o las galletas Ducales en trocitos que mi amiga llevaba de onces.

 

Llegamos al colegio y yo cargaba mi lonchera con especial cuidado, entramos al salón y nos miramos de manera cómplice, abrimos un poco la cremallera no fuera que nuestro pájaro se asfixiara, y mi amiga puso la lonchera en sus piernas guardando del agujero. Aquel día  teníamos clase de Geografía a la primera hora, la maestra era una señora gorda que parecía más una ama de casa, apenas llegó, lo primero que hicimos fue rezar, estábamos por  terminar cuando el pájaro quizás martirizado por nuestra oración, o cansado ya del rojo de mi lonchera aprovechó un descuido de mi amiga y salió a volar por el salón, inmediatamente mis compañeras empezaron a gritar, el pájaro se escondió tras un pupitre ubicado en una esquina  y la dueña del pupitre saltó encima de la silla, luego el pájaro  encontró una ventana abierta que daba a un pasillo y por allí se dio a la huida. La pregunta inmediata de la profesora fue: “¿De quién es el pájaro?” Mariela y yo nos miramos y de manera sincronizada  alzamos nuestras manos. La orden de la maestra fue capturarlo antes que algo más pasara en el corredor y buscar al gendarme para que nos diera una caja donde ponerlo.

 

Ya en el corredor mi amiga sacó toda su experticia en atrapar los pájaros de su casa y de manera rápida e indolora el pájaro regresó a nuestras manos. Fuimos a buscar al gendarme que era un viejo amigo mío, Don Juan de Dios,  que además de ayudarle a las monjas en reparaciones locativas, conducía la ruta del colegio de la que había hecho parte antes de que pudiera convencer a mis papás de que me dejaran ir con Mariela; por mucho tiempo me había sentado en la silla de al lado del conductor por ser una de las antiguas de la ruta e incluso Don Juan de Dios me soltaba de vez en cuando la cabrilla del carro argumentando que en cualquier momento podía darle un infarto y yo debía asumir el control de la ruta, así que con todo el gusto nos obsequió una   linda cajita y le  abrió algunos huequitos para la ventilación. Volvimos con nuestra caja al salón, y en el intermedio de las  clases contamos a las interesadas nuestra aventura. La profesora resultó una coleccionista de pájaros y nos dijo que si no sabíamos qué hacer con él, ella podría ocuparse. En el descanso pusimos ponqué, galletas, y cuanta golosina supusiéramos del agrado de los pájaros, para que nuestro fugitivo expresara su preferencia, sin embargo no parecía apetecerle. Mariela y yo nos miramos con cara de preocupación,  y concluimos que quizás  porque no se trataba de un ave domesticada el pájaro no estaba familiarizado como lo estaban los pájaros de la casa de Mariela con estos productos, entonces debíamos proveerlo con lo que come un pájaro en su habitad natural, hicimos un intento por localizar a la profesora de biología para recibir algunos consejos, con tan mala suerte que los jueves eran su día libre. Sacrificando nuestro descanso nos dimos a la búsqueda de una amplia variedad de bichos, marranos, lombrices, moscas, hormigas, etc., que nuestro fugitivo pareció devorar o que se habrían escapado por los huecos de ventilación, solo quedaron los marranitos que al parece no son muy apetitosos para los pájaros.

 

Luego del descanso la profesora de geografía nos buscó para hacernos una propuesta: el fin de semana pasado se había jugado un bingo en el colegio y habían sobrado cartones, entonces se revendieron con vistas a jugar un pequeño bingo entre las alumnas esa tarde, la profesora nos ofreció a cada una dos tableros del bingo que se jugaría esa tarde a cambio del pajarito, Mariela y yo lo discutimos y no nos pareció  justo con quien ahora parecía nuestro amigo. El bingo se jugó esa tarde pero en ningún momento nos cuestionamos si aquellos tableros ofrecidos serían los ganadores.

 

 

A la salida del colegio, debíamos solucionar qué haríamos con el pájaro, le sugerí a Mariela que lo llevara a su casa, en la mía no me permitían tener mascotas mientras que ella incluso ya contaba con otros pájaros y me comprometí firmemente en llegar más tarde a su casa para que juntas encontráramos una solución. Me cambié y le di no se cuál excusa a mi mamá para ir a la casa de mi amiga, cuando llegué mi amiga me señaló que el pájaro estaba en su pieza bajo puerta cerrada, discutimos por varias horas una solución y finalmente yo señalé que si yo fuera pájaro me gustaría ser libre, y desde esa perspectiva lo mejor era darle libertad. Mariela no pareció muy segura, pero como en todos nuestros proyectos, ella nunca sentaba su posición. Así que ya entrada la tarde subimos a su patio y allí Mariela dejó en libertad a nuestro amigo, le deseamos la mejor de las suertes y yo me devolví a mi casa orgullosa de mi noble razonar, y olvidé por completo al pájaro.

 

Al día siguiente Mariela me hizo percatar de que la noche anterior había llovido de manera inclemente y que lo más posible era que nuestro amigo no hubiese sobrevivido, pero aún así no noté en sus palabras ningún dejo de reproche era como si incluso el probable desenlace, ratificara la corrección de la decisión.

 


Con el tiempo dejé de interesarme por los copetones, prácticamente no volví a subir a la terraza, y mi mamá debió notar este desinterés porque tampoco volvió a comunicarme novedades al respecto. Los años pasaron y no recuerdo cuando fue que tomé conciencia de que fatalmente yo estaba destinada a percatarme de los cuerpos sin vida de los pájaros que se encontraran a un kilómetro a la redonda de mi camino. Todos en alguna ocasión hemos tropezado con el cuerpo sin vida de un pájaro, pero en mi caso esos encuentros se dan de manera tan constante que resulta imposible que me encuentre yo cerca de uno sin que pase desapercibido, no recuerdo cuando fue que adquirí consciencia de esta fatalidad, pero desde aquel momento cada encuentro además del impacto que produce la percepción de la  muerte, es la recordación de una tragedia en mi vida, si tuviera que señalar un rasgo que me identifique sería este: soy una persona destinada a cruzarse con pájaros muertos. Pueda ser que se trate de un cuerpo que las llantas de los carros han vuelto imperceptible, no importa su tamaño, basta un rápido vistazo para que mi mirada lo identifique, y esto es así aun cuando mi miopía no me permite reconocer con facilidad rostros por la calle.  En ocasiones es otra persona la que me hace adquirir consciencia del mismo, lo que para ella es un triste descubrimiento, para mí es un evento más que se repite y mi tragedia propia se antepone a la del tristeza por  el destino del  pájaro, como si la muerte fuera algo más llevadero frente a una vida llena de encuentros con  pájaros muertos.

 

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